UN FACHA DE SIETE AÑOS
por Arturo Pérez-Reverte
EL SEMANAL,
Me interpela un lector algo –o muy– dolido porque de vez en cuando aludo a
España como este país de mierda. El citado lector, que sin duda tiene un
sentimiento patriótico susceptible y no mucha agudeza leyendo entre líneas,
pero está en su derecho, considera que me paso varios pueblos y una
gasolinera. Le extraña, por otra parte, y me lo comunica con acidez, que
alguien que, como el arriba firmante, ha escrito algunas novelas con
trasfondo histórico, y que además parece complacerse en recuperar episodios
olvidados de nuestra Historia en esta misma página, sea tan brutal a la
hora de referirse a la tierra y a los individuos que de una u otra forma,
le gusten o no, son su patria y sus compatriotas.
La verdad es que podría, perfectamente, escaquearme diciendo que cada cual
tiene perfecto derecho a hablar con dureza de aquello que ama, precisamente
porque lo ama. Y cuando abro un libro de Historia y observo ciertos atroces
paralelismos con la España de hoy, o con la de siempre, y comprendo mejor
lo que fuimos y lo que somos, me duelen las asaduras. Aunque, la verdad, ya
ni siquiera duelen Al menos no como antes, cuando creía que la estupidez,
la incultura, la insolidaridad, la ancestral mala baba que nos gastamos
aquí, tenían arreglo.
La edad y las canas ponen las cosas en su sitio: ahora sé que esto no lo
arregla nadie.
España es uno de los países más afortunados del mundo, y al mismo tiempo el
más estúpido. Aquí vivimos como en ningún otro lugar de Europa, y la prueba
es que los guiris saben dónde calentarse los huesos. Lo tenemos todo, pero
nos gusta reventarlo. Hablo de ustedes y de mí. Nuestra envilecida y
analfabeta clase política, nuestros caciques territoriales, nuestros
obispos siniestros, nuestra infame educación, nuestras ministras idiotas
del miembro y de la miembra, son reflejo de la sociedad que los elige, los
aplaude, los disfruta y los soporta. Y parece mentira.
¡Con la de gente que hemos fusilado aquí a lo largo de nuestra historia, y
siempre fue a la gente equivocada! A los infelices pillados en medio. Quizá
porque quienes fusilan, da igual en qué bando estén, siempre son los
mismos.
Pero me estoy metiendo en jardines complejos, oigan. El que quiera tener su
opinión sobre todo eso, acertada o no, pero suya y no de otros, que lea y
mire. Y si no, que se conforme con Operación Triunfo, con Corazón Rosa o
con Operación Top Model, o como se llamen, y le vayan dando.
Cada cual tiene lo que, en fin, etcétera. Ya saben. Por mi parte, como
todavía me permiten y pagan este folio y medio de terapia personal cada
semana –es higiénico poder morir matando–, me reafirmo un día más en lo de país de mierda.
Y lo voy a justificar hoy, miren por donde, con una bonita anésdota
anesdótica. Una de tantas.
Verán. Un niño de siete años, sobrino de un amigo mío, observando hace poco
por Arturo Pérez-Reverte
EL SEMANAL,
Me interpela un lector algo –o muy– dolido porque de vez en cuando aludo a
España como este país de mierda. El citado lector, que sin duda tiene un
sentimiento patriótico susceptible y no mucha agudeza leyendo entre líneas,
pero está en su derecho, considera que me paso varios pueblos y una
gasolinera. Le extraña, por otra parte, y me lo comunica con acidez, que
alguien que, como el arriba firmante, ha escrito algunas novelas con
trasfondo histórico, y que además parece complacerse en recuperar episodios
olvidados de nuestra Historia en esta misma página, sea tan brutal a la
hora de referirse a la tierra y a los individuos que de una u otra forma,
le gusten o no, son su patria y sus compatriotas.
La verdad es que podría, perfectamente, escaquearme diciendo que cada cual
tiene perfecto derecho a hablar con dureza de aquello que ama, precisamente
porque lo ama. Y cuando abro un libro de Historia y observo ciertos atroces
paralelismos con la España de hoy, o con la de siempre, y comprendo mejor
lo que fuimos y lo que somos, me duelen las asaduras. Aunque, la verdad, ya
ni siquiera duelen Al menos no como antes, cuando creía que la estupidez,
la incultura, la insolidaridad, la ancestral mala baba que nos gastamos
aquí, tenían arreglo.
La edad y las canas ponen las cosas en su sitio: ahora sé que esto no lo
arregla nadie.
España es uno de los países más afortunados del mundo, y al mismo tiempo el
más estúpido. Aquí vivimos como en ningún otro lugar de Europa, y la prueba
es que los guiris saben dónde calentarse los huesos. Lo tenemos todo, pero
nos gusta reventarlo. Hablo de ustedes y de mí. Nuestra envilecida y
analfabeta clase política, nuestros caciques territoriales, nuestros
obispos siniestros, nuestra infame educación, nuestras ministras idiotas
del miembro y de la miembra, son reflejo de la sociedad que los elige, los
aplaude, los disfruta y los soporta. Y parece mentira.
¡Con la de gente que hemos fusilado aquí a lo largo de nuestra historia, y
siempre fue a la gente equivocada! A los infelices pillados en medio. Quizá
porque quienes fusilan, da igual en qué bando estén, siempre son los
mismos.
Pero me estoy metiendo en jardines complejos, oigan. El que quiera tener su
opinión sobre todo eso, acertada o no, pero suya y no de otros, que lea y
mire. Y si no, que se conforme con Operación Triunfo, con Corazón Rosa o
con Operación Top Model, o como se llamen, y le vayan dando.
Cada cual tiene lo que, en fin, etcétera. Ya saben. Por mi parte, como
todavía me permiten y pagan este folio y medio de terapia personal cada
semana –es higiénico poder morir matando–, me reafirmo un día más en lo de país de mierda.
Y lo voy a justificar hoy, miren por donde, con una bonita anésdota
anesdótica. Una de tantas.
Verán. Un niño de siete años, sobrino de un amigo mío, observando hace poco
que varios de sus amigos llevaban camisetas de manga corta con banderas de
varios países, la norteamericana y la de Brasil entre ellas –algo que por> lo visto está de moda–, le pidió al tío de regalo una camiseta con la bandera española. «Van a flipar mis amigos, tito», dijo el infeliz del crío.
Según cuenta mi amigo, el sobrinete bajó al parque como una flecha,
orgulloso de su prenda, con la ilusión que en esas cosas sólo puede poner
una criatura. A los diez minutos subió descompuesto, avergonzado, a
cambiarse de ropa. El tío fue a verlo a su habitación, y allí estaba el
chiquillo, al filo de las lágrimas y con la camiseta arrugada en un rincón.
«Me han dicho que si soy facha o qué», fue el comentario.
varios países, la norteamericana y la de Brasil entre ellas –algo que por> lo visto está de moda–, le pidió al tío de regalo una camiseta con la bandera española. «Van a flipar mis amigos, tito», dijo el infeliz del crío.
Según cuenta mi amigo, el sobrinete bajó al parque como una flecha,
orgulloso de su prenda, con la ilusión que en esas cosas sólo puede poner
una criatura. A los diez minutos subió descompuesto, avergonzado, a
cambiarse de ropa. El tío fue a verlo a su habitación, y allí estaba el
chiquillo, al filo de las lágrimas y con la camiseta arrugada en un rincón.
«Me han dicho que si soy facha o qué», fue el comentario.
¡Siete años!, señoras y caballeros. La criatura. Y no en el País Vasco, ni
en Cataluña, ni en Galicia. ¡En la Manga del Mar Menor! provincia de
Murcia.
Casualmente, y sólo una semana después de que me contaran esa edificante
historia infantil, otro amigo, Carlos, gerente de un importante club
náutico de la zona, me confiaba que ya no encarga polos deportivos para sus
regatistas con el tradicional filetillo de la bandera española en las
mangas y en el cuello. «En las competiciones con clubs de otras autonomías
–explicó– están mal vistos.»
Dirán algunos que, tal y como anda el asunto, podríamos mandar a tomar por
saco ese viejo trapo (nuestra bandera) y hacer uno distinto.
Al fin y al cabo sólo existe desde hace dos siglos y medio. Podríamos
encargarle una bandera nueva, más actual, a Mariscal, a Alberto Corazón, a
Victorio o a Lucchino. O a todos juntos. Pero es que iba a dar igual.
Tendríamos las mismas aunque pusiéramos una de color rosa con un mechero
Bic, un arpa y la niña de los Simpson en el centro; y en las carreteras, el
borreguito de Norit en vez del toro de Osborne.
El problema no es la bandera, ni el toro, sino la puta que nos parió.
A todos nosotros.
A los ciudadanos de este país de mierda.
en Cataluña, ni en Galicia. ¡En la Manga del Mar Menor! provincia de
Murcia.
Casualmente, y sólo una semana después de que me contaran esa edificante
historia infantil, otro amigo, Carlos, gerente de un importante club
náutico de la zona, me confiaba que ya no encarga polos deportivos para sus
regatistas con el tradicional filetillo de la bandera española en las
mangas y en el cuello. «En las competiciones con clubs de otras autonomías
–explicó– están mal vistos.»
Dirán algunos que, tal y como anda el asunto, podríamos mandar a tomar por
saco ese viejo trapo (nuestra bandera) y hacer uno distinto.
Al fin y al cabo sólo existe desde hace dos siglos y medio. Podríamos
encargarle una bandera nueva, más actual, a Mariscal, a Alberto Corazón, a
Victorio o a Lucchino. O a todos juntos. Pero es que iba a dar igual.
Tendríamos las mismas aunque pusiéramos una de color rosa con un mechero
Bic, un arpa y la niña de los Simpson en el centro; y en las carreteras, el
borreguito de Norit en vez del toro de Osborne.
El problema no es la bandera, ni el toro, sino la puta que nos parió.
A todos nosotros.
A los ciudadanos de este país de mierda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario